¿Cuál es el saber del monstruo? El
monstruo ha sido objeto e instrumento de análisis sobre los modos en que
los textos, los imaginarios sociales y
las culturas distribuyen sus límites,
inscriben sus exterioridades, fantasean sus deseos y fobias: el monstruo
es allí, como dice Jeffrey Cohen, un
cuerpo que es “pura cultura” . Las
retóricas de lo monstruoso permiten leer las gramáticas cambiantes de
ansiedades, repudios y fascinaciones
que atraviesan las ficciones culturales
y la imaginación social; eso que, como
escribía Foucault, define las coordenadas de lo prohibido y lo impensable
y se condensa en la figuración de un
cuerpo irreconocible. Pero el monstruo también trae otro saber, que no
es solamente una figuración de la alteridad y la otredad (que pueden, apaciblemente, reafirmar los límites convencionales de lo “humano”) sino un
saber positivo: el de la potencia o capacidad de variación de los cuerpos,
lo que en el cuerpo desafía su inteligibilidad misma como miembro de una
especie, de un género, de una clase.
El monstruo tiene lugar en el umbral
de ese desconocimiento, allí donde los organismos formados, legibles en
su composición y sus capacidades, se
deforman, entran en líneas de fuga y
mutación, se metamorfosean y se fusionan de manera anómala; viene, por
lo tanto, con un saber sobre el cuerpo,
sobre su potencia de variación, su naturaleza anómala, singular; si expresa
el repertorio de los miedos y represiones de una sociedad, también resulta
de la exploración y experimentación
de lo que en los cuerpos desafía la
norma de lo “humano”, su legibilidad
y sus usos.
Es en este sentido que hay también
una política de lo viviente, de los modos en que los cuerpos son distribuidos constituidos, “formados” políticamente según regímenes cambiantes de
poder. Se trata, en este sentido, de leer
el monstruo en su umbral biopolítico,
allí donde pone en escena una política
de la “vida” y sus distribuciones entre
la “vida humana” y sus otros. Antonio
Negri señala la profunda identificación entre poder, filosofía y eugenesia en Occidente: el poder se reclama,
desde los griegos, poder sobre la vida,
sobre sus modos de reproducción; el
poder informa la vida según criterios normativos en torno a qué “formas de
vida” merecen reconocimiento, autoridad y protección, mientras que relega otros cuerpos a la subyugación, a la
explotación o directamente al genocidio. La eugenesia expresa la voluntad
del poder soberano de controlar la
vida en su misma concepción, siempre dividiéndola y separándola de sí
misma y trazando jerarquías entre
cuerpos y poblaciones. Por eso, para
el pensador italiano, el monstruo es
político: afirma la potencia inmanente de la vida contra y más allá de los
intentos de normalizarla y controlarla según criterios normativos que
encuentran, en última instancia, su
verdad en los sueños eugenésicos. La
política del monstruo explora y afirma la potencia de variación de los
cuerpos contra los imaginarios y las
tecnologías eugenésicas que apuntan
a la construcción y reproducción normativa de lo humano.
Es en relación a esta ambivalencia entre lo humano y lo monstruoso que
podemos pensar en las “tecnologías”
que producen la legibilidad social y
cultural, y la reconocibilidad política
de lo humano: lo que reconocemos
como “humano” resulta de una producción política, jurídica, epistémica, estética, que tiene lugar sobre el
fondo de lo monstruoso. El hombre,
como modelo normativo, se recorta así contra la singularidad radical de lo
monstruoso: es esta oscilación y esta
inestabilidad entre lo humano y lo inhumano, entre el hombre y ese cuerpo
desconocido al que sin embargo siempre retorna –el monstruo–, lo que se
vuelve instancia de politización y exploración estética y ética. Hay, en este
sentido, algo inherentemente ficcional
en el monstruo, pero no porque sea un
cuerpo imaginario, fantaseado o fantasmático –todo lo contrario–, sino
porque registra eso que en los cuerpos
los lleva más allá de sí mismos y los
metamorfosea: eso que en los cuerpos
es virtual, invisible o inmaterial, pero
real en la medida en que forma parte
de los devenires potenciales de un organismo.
El monstruo es el registro de
esas líneas, de esas potencias: materializa lo invisible, y por eso indica otro
umbral de realidad de los cuerpos, sus
potencias desconocidas, pero no por
ello menos reales. Por eso encuentra
en la literatura y el arte un lugar para
presentarse: porque los lenguajes estéticos apuntan hacia lo singular, hacia
lo que en la serie de los cuerpos disloca las clasificaciones y las sintaxis, y
deja ver lo que en ellos desborda los
modos de inscripción social, jurídica
y política de lo humano. El lenguaje
del monstruo es un lenguaje sin lugar,
como su cuerpo es un cuerpo ajeno, o
disruptivo, respecto de las gramáticas del pensamiento y de la vida social.
Paula Cortés-Rocca analiza la figura
del zombi o muerto-vivo como problema etnológico, cultural, literario
y político en el Caribe del fin de siglo XIX. “Se trata –argumenta– de
un verdadero monstruo biopolítico,
en diálogo directo con las categorías
vinculadas a la vida, un monstruo que
ya no surge como aberración o como
pura alteridad sino como resultado de
un diálogo entre lo sano y lo enfermo,
entre los “tumores sociales” y los “elementos saludables de la nación”. Escribe Cortés-Rocca: “El zombi define
una nueva tipología de lo monstruoso, en tanto implica un peligro –como
todo monstruo– aunque no se constituye a partir de la pura diferencia, tal
como ocurre con los monstruos clásicos como el dragón, el basilisco o la
Quimera, sino a partir de una torsión
dentro de lo humano”. Esta “nueva tipología” enuncia una recurrencia del
volumen: la monstruosidad, no como
exterior y pura alteridad respecto del
hombre, sino como un “interior externalizado” de lo humano. El zombi es
una figura ideológica porque encarna
las relaciones de dominación y las devuelve invertidas: más que “ocultar” la
realidad de la dominación, la narra de
modo oblicuo, produciendo un lenguaje de la verdad política. Del mismo modo, Sandra Garabano explora en la escritura de Vicuña Mackenna
del Chile de fines de siglo XIX la figura de La Quintrala, encarnación de
un mestizaje violento y letal, en la que
se intersectan ansiedades de género,
raciales y culturales en la imaginación
de la nación moderna: contra el cuerpo monstruoso de esta mujer –en ella
se adivina el “monstruo humano” del
que hablaba Foucault, pero también
una incrustación de la era colonial–
los modernizadores chilenos imaginaron otro linaje para la nación. La
cuestión de la herencia, y su desvío
por el adulterio, reaparece en el artículo de Nathalie Bouzaglo, en el que lee
El hombre de hierro, de Rufino Blanco Bombona, una “novela de adulterio” en la que una madre adúltera da
luz a un niño monstruo como prueba
y acusación de su pecado. Bouzaglo
insiste en la función disciplinaria que
cumple el monstruo en estas “novelas
de adulterio que, aunque juegan con
la desestabilización de las normas sociales y culturales, las reafirman como
imaginario del orden”.
Fermín Rodríguez trabaja el monstruo de la ciencia y de la ficción científica en Leopoldo Lugones. Lee en
dos textos de Las fuerzas extrañas un
reflejo invertido en torno al desplazamiento entre lo humano y lo animal: en esas figuras singulares se lee
la relación política con lo monstruoso de la imaginación estatal y nacional
moderna. La lectura de Rodríguez
trae el umbral entre humanidad y animalidad, entre ser vivo y ser hablante,
como la materia monstruosa por excelencia en la modernidad: en torno
a esa materia se construyen las economías del poder soberano. Lo que el artículo trabaja es la inestabilidad política que viene con el experimento que
torna ambivalente la distinción entre
humano/animal, inestabilidad que
refleja las masas sociales que deben
ser nacionalizadas y “ciudadanizadas”.
“Máquina de fabricar humanidad, el
discurso científico-pedagógico sirve
para trazar los límites de inclusión y
exclusión del campo de la ciudadanía”,
señala Rodríguez.
Si los monstruos que vimos hasta el
momento se realizan como cuerpos,
el trabajo de Betina González apunta a otro tipo de monstruosidad: el
“monstruo geográfico”, o “cartográfico”, que es Brasil en los modos en que
el mapa sudamericano fue imaginado
en el siglo XIX por Juan Bautista Alberdi. Brasil es el Imperio en la era republicana: su existencia es anacrónica, y su composición anómala. “Pintar
a Brasil como la excepción en el (de
otro modo) “armónico” mapa de las
repúblicas “hispanas” es uno de los
puntos centrales de la argumentación
de Alberdi”, dice Gonzalez. Brasil es una “fuerza degenerativa” tanto por
su relación con el pasado imperial en
la era de las repúblicas, como por su
naturaleza tropical, que, para Alberdi, impulsa la degeneración de la civilización europea (que, en cambio,
puede florecer en el Río de la Plata).
La monstruosidad del territorio rápidamente se codifica como monstruo
racial: Brasil sólo puede albergar las
razas inferiores, “la excepción afligente de nuestra especie”, en palabras de
Alberdi. De allí que imagine para Brasil la función redentora de blanquear
la raza negra a través del mestizaje, y
así cumplir su misión histórica: la de
eliminar el hecho monstruoso de la
raza negra, y en la misma lógica, eliminar su propia monstruosidad, su
ser anacrónico, anómalo, en el mapa
futuro de la América civilizada.
El trabajo de Stephanie Kirk salta más
atrás, hasta el siglo XVII, para leer en
Sor Juana Inés de la Cruz una ecuación entre autoría femenina y monstruosidad, en torno al tema del “parto monstruoso”. La escritura aparece
como un parto contra natura en el
que se origina un nuevo espacio para
la mujer y para el cuerpo femenino, su
naturaleza y su lugar social. La creación femenina, como partenogénesis
que excluye la participación masculina, es lo que aquí emerge como
monstruoso. Kirk analiza cómo esa partenogénesis monstruosa permea
la escritura de Sor Juana, volviéndose una instancia de autorreflexión al
mismo tiempo literaria y genérica.
El conjunto restante de los trabajos explora las modulaciones de la literatura y el arte contemporáneos en torno
al monstruo. Una regularidad parece
atravesar estas indagaciones: la que
lee en el monstruo menos la instancia de una anormalidad que la de una
anomalía, un suspenso de la norma,
una exterioridad de la ley o un “estado de excepción”. Paloma Vidal lee los
primeros textos de João Gilberto Noll
como la instancia de surgimiento de
un personaje nuevo en la literatura
brasileña: el de una figura de despojo,
de reducción, heterogéneo respecto
de toda moralidad redencional o victimizada. Un personaje que exige otra
estética y otra política diferentes de la
herencia moderna, militante o revolucionaria. Precariedad es la palabra
clave aquí: un cuerpo que, reducido a
su mínimo, toca los límites de lo humano y se vuelve contiguo al animal,
a una “vida” o un “viviente” irreconocible. Cuerpos innombrados e innombrables, “tornándose un lumpen cuya
subversión no está en ningún acto heroico, sino apenas en su existencia exterior al orden”. La comunidad de los
que no tienen comunidad aparece así
como el tema político: el exterior de las identidades o la “errancia” como
apertura al otro en tanto que singularidad, el no lugar del monstruo.
Ana Flores explora la incomodidad
radical que produce la lectura de los
textos de César Aira: allí donde ningún género es capaz de capturar las
operaciones de esta escritura se abre
una relación monstruosa con el lenguaje, la inscripción de lo impensable en/por el lenguaje. Los monstruos
de Aira son “monstruos libertarios,
humorísticos”, que arrastran en su
escritura al lector y a sus construcciones normativas de la realidad: “es
una respuesta no habitual a la ley de
la opción, de la dualidad, que produce
placer como todo derribamiento de
límites, pero es un placer incómodo,
una risa militante”.
Alejandra Laera, por su parte, reencuentra la relación entre autoría y
monstruosidad leyéndola en el cuerpo de un autor al que le nace un espolón en la espalda ante la imposibilidad
de escribir. El cuerpo anómalo del
escritor en Wasabi de Alan Pauls, en
las nuevas condiciones de producción
literaria de los ’90 se vuelve, es, en la
lectura de Laera, la superficie donde
se trabajan las relaciones entre literatura y mercado, entre dinero y goce,
que proporcionan nuevas resonancias
a la noción de “escritor comprometido” en tanto rearticulación o “negociación” del lugar modernista de la
literatura en el mercado, una negociación que ofrezca alternativas al mentado “cinismo posmoderno”. El cuerpo “monstruificado” del autor emerge
como el mecanismo que hace posible
el libro: “En el nivel de lo imaginario
–dice Laera– se diría que cuando desaparece el quiste aparece el libro: la
ficción ha dado una vuelta completa
que va de las condiciones materiales
que la hacen posible a la plena imaginación novelesca y de ésta a la escritura corporeizada en libro”.
La escritura de Mario Bellatin es quizá una de las más inquietantes del
presente, construyendo universos narrativos en los que una corporalidad
incierta –el cuerpo enfermo, la malformación, la amputación, la ortopedia– parece funcionar como inminencia de sentidos que se suspenden
y en torno a los cuales tiene lugar la
ficción. Dos artículos ensayan lecturas sobre las trayectorias de esta literatura: el de Alicia Vaggione, enfocado
en Salón de belleza, aborda la inscripción literaria del cuerpo enfermo y
los emplazamientos territoriales que
se conjugan a su alrededor, indicando
cómo esos universos se vuelven condición de la ficción literaria. Sin embargo, advierte Vaggione, la escritura
de Bellatin suspende toda referencialidad directa (el sida, en el caso de Salón de belleza) volviendo el cuerpo
politizado del enfermo, su estatuto
inhumano, instancia de una extraña
belleza. Por su parte, Isabel Quintana
enmarca el proyecto literario de Bellatin en una reflexión sobre el dolor
y los modos en que este se inscribe y
se piensa en la literatura, tanto estética como políticamente. “La obra de
Mario Bellatin configura una poética
de la desolación en la que los cuerpos
traspasados por enfermedades, exilios
y muertes traman recorridos dentro
de un espacio controlado extremadamente por el Estado y sus guardianes”,
escribe Quintana. La oblicuidad referencial de esta escritura no silencia,
sino que escenifica de otro modo las
dimensiones históricas y políticas que
la hacen posible. Una materia recurre
en estos textos de belleza “asfixiante”:
el de la ambivalencia entre la vida y la
muerte, entre el cuerpo vivo y el cuerpo muerto, en una zona de indeterminación que contesta o al menos desvía
sus apropiaciones por parte del poder.
Así, escribe Quintana, “la literatura es
el lugar en donde se narra la experiencia que no es ya la de la muerte sino la
de su postergación continua”.
Emily Maguire trabaja los contenidos
políticos de la figura del hacker en el
cyberpunk cubano contemporáneo,
señalando la liminalidad jurídica y
social de dicha figura y leyendo desde allí su inscripción ficcional. “Lo
monstruoso en estos cuentos surge en
el encuentro de estos personajes con
el mundo de la tecnología, en la posición liminal que ocupan gracias a esta
relación”.

Una hibridez entre lo corporal y lo tecnológico que se refracta sobre los mapas e identidades del
universo ficcional del cyberpunk, evi
-
tando o desbordando cualquier apropiación alegórica sobre la situación
cubana: “el tono ambivalente de sus
desenlaces y la dificultad que presen
-
tan de identificar a sus protagonistas
como héroes o monstruos sugieren
que los autores juegan con posibilida
-
des más amplias y más subversivas”,
concluye Maguire.
En su lectura de El desierto y su se
-
milla, de Jorge Barón Biza, Soledad
Boero explora un devenir monstruo
-
so en la pérdida del rostro: un proceso
de desubjetivación a partir de la borradura de la cara y el encuentro con
una carne que se torna materia monstruosa en tanto que pura potencia de
variación y principio de composición
inmanente: “La carne –escribe Boero– aparece entonces como materia
que, en su composición orgánica, sus
-
pende la dicotomía entre lo normal
y lo anormal, lo semejante y lo desemejante, lo regular y lo irregular. Lo
monstruoso –en esa variación continua de la materia– se convertiría en una obra con sus propias reglas, una
producción-otra de la vida”. En el espacio de una filosofía de la sensación,
tal como se construye en la prosa ficcional de Barón Biza, es donde se puede explorar el umbral desconocido,
impensado, del propio cuerpo.
Es otra mutación a nivel del rostro,
esta vez en torno a la animalidad, lo
que dispara la lectura de Gonzalo
Aguilar sobre la obra de Hélio Oiticica, específicamente el Bólide caixa 18,
poema caixa 2, homenage a Cara
de Cavalo. En torno a la irrupción del
“animal” en el “humano”, tal como lo
propone el sobrenombre del bandido
en cuyo homenaje Oiticica construye
su obra, se suspende el orden jurídico
y emerge una materia de excepción
jurídica y política que se constituye en
umbral estético y en interpelación ética. Es a partir de la relación con esta
irrupción, argumenta Aguilar, que la
obra de Oiticica abre un nuevo espacio de reflexión política en su producción: la política del arte es inseparable, aquí, de la excepción biopolítica.
“El arte, en el homenaje al bandido
marginal, se desplaza hacia la exterioridad, hacia una otredad que lo
puede convertir en su opuesto, hacia
la indigencia del afuera en momentos
difíciles”.
Allí donde las retóricas de lo divino y
de la naturaleza ya no sirven para re
-flejar el rostro de lo humano, lo monstruoso trae una materia ambivalente,
entre lo natural y lo artificial, informe
y abierta a mutaciones, a partir de
la cual pensamos el (no) lugar de lo
humano en relación a una política de
lo viviente. “Lo monstruoso –escribe
Peter Sloterdijk– se ha instalado en el
lugar de lo divino” (31): ese pliegue
monstruoso de los cuerpos, su apertura a mutaciones anómalas, parece
funcionar como caja de resonancia
y umbral de experimentaciones en
torno a las inquietudes políticas, culturales y estéticas que singularizan el
presente.
BIBLIOGRAFÍA
Cohen, Jerome. “Monster Culture (Se
-
ven Theses)”. Monster Theory. Minne
-
apolis: U of Minnessota P, 1996. 3-26.
Negri, Antronio. “El monstruo políti
-
co. Vida desnuda y potencia”. Ensayos
sobre biopolítica. Excesos de vida. G.
Giorgi y F. Rodríguez, comps. Buenos
Aires: Paidós, 2007. 93-139.
Sloterdijk, Peter. La domestication de
l’etre. París: Fayard, 2.